La jovialidad y la transparencia y, al mismo tiempo, la sabiduría original y la fortaleza son algunos de los rasgos de esta santa, joven y popular, del Carmelo. Thérèse Martin nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, Francia. A los pocos años, la familia se trasladó a Lisieux, tras la muerte de la madre a los cuatro años. En abril de 1888 ingresó en el Carmelo de Lisieux, sólo por Jesús. La habían precedido sus dos hermanas mayores. El franciscano Alexis Prou la empujó a velas desplegadas sobre las ondas de la confianza y del amor.
A sus 18 años descubre fascinada las enseñanzas de San Juan de la Cruz. Por encima de todo es la Palabra de Dios, especialmente el evangelio, su alimento espiritual. La enfermedad de su padre es motivo de grandes sufrimientos morales. Misionera siempre, el carteo antológico con sus dos hermanos espirituales, misioneros, Maurice Bellière y Adolphe Roulland, la pone en contacto con la dimensión excepcional de la Iglesia evangelizadora. Ya conquistada o en camino de serlo, Teresa no dejará de ser “la subversiva y rebelde”, quizás ahora más que nunca, porque no podrá callar nuca más ni acallar su alma que constantemente hablará del Dios que la ha conquistado, del único que pudo seducirla después de empeñarse muchos años con ella. Pero el amor vence. Venció la altivez de aquella que Él mismo había creado para Sí. Fue calificada como la santa más grande de los tiempos modernos (San Pío X). Pío XI la consideró la estrella de su pontificado, que la canonizó el 25 de mayo de 1925, proclamándola el 14 de diciembre de 1927 patrona universal de las Misiones. Con la bula Divini Amoris scientia el 19 de octubre de 1997 el Papa Juan Pablo II la proclamó doctora de la Iglesia.
“La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no le faltaría el más necesario, el más noble de todos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de AMOR. Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre…Comprendí que el AMOR encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y todos los lugares…en una palabra, ¡que el AMOR es eterno!… Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío!… Por fin, he hallado mi vocación, ¡mi vocación es el AMOR!…. Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, ¡oh, Dios mío!, vos mismo me lo habéis dado… ¡en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!… ¡¡¡Así lo seré todo…, así mi sueño se verá realizado!!!”