Saluddos del Padre General OCD

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Un deseo en tiempos de tribulación

 

Queridos hermanos y hermanas en el Carmelo:

Lo que estamos experimentando más o menos en todo el mundo desde hace algunas semanas se puede definir sin duda como una prueba. En el Nuevo Testamento hay una palabra, thlipsis, generalmente traducida como «tribulación», que quizás nos ayuda a poner nombre a lo que estamos experimentando. Me refiero no solo a un nombre científico (como la pandemia de COVID-I 9) o un nombre que expresa nuestra reacción inmediata (como emergencia, guerra, calamidad), sino un nombre que nos retorna a la historia de la salvación, a la verdad de un Dios que ha hablado a los hombres, que se ha hecho hombre y que sigue caminando con los hijos de los hombres.

El riesgo, efectivamente, es afrontar este momento, tan serio e importante, ya sea prescindiendo por completo de la fe o, por el contrario, recurriendo a una religiosidad que tiene poco que ver con el Dios revelado en Jesucristo. El Papa Francisco nos ha advertido: «¡No desperdicien estos días difíciles!» Es normal que cada uno de nosotros, como cada ciudadano responsable, siga escrupulosamente las normas para evitar la propagación del contagio, acepte generosamente los pequeños sacrificios que esto conlleva y haga lo que esté a su alcance para ayudar a los demás y crear a su alrededor un clima de paz y humanidad. Es igualmente normal que, corno creyentes, recurramos a Dios orando por los enfermos, por quienes los ayudan, por los muchos fallecidos, por los científicos dedicados a la búsqueda de una vacuna, por todos aquellos que están en condiciones de pobreza debido a la crisis económica. Sin embargo, hay un nivel más profundo, que tiene que ver con una lectura creyente de la historia, con la presencia de Dios en medio de las tribulaciones y las pruebas de la humanidad. Es un nivel en el que quizás preferimos no entrar y permanecer en silencio. El silencio es oro cuando es el espacio para la reflexión, para una búsqueda interior, para escuchar en profundidad. Sin embargo, no lo es cuando es consecuencia de una inercia del espíritu y un bloqueo del pensamiento, cuando nos limitamos a ingerir dosis masivas de información, sin asimilarlas, evaluarlas y procesarlas. Información que no nos forma, sino que nos invade y nos agobia.

Por lo tanto, es justo preguntarnos: ¿tenemos una palabra que provenga del silencio de la meditación y que nos ayude para este tiempo? ¿Una palabra creyente y orante que nos pueda guiar, que sea «lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino»? Confieso que ante preguntas de este tipo la respuesta espontánea sería simplemente: no, al menos por ahora no la tenemos, y el reconocimiento de esta pobreza ya sería más verdadero y valioso que muchos discursos fáciles y a veces engañosos. Sin embargo, no podemos permanecer tranquilos y ociosos cuando nos falta esta luz y es nuestro deber caminar y acompañar a otras personas en el camino, Si nos preocupamos solo por la emergencia sanitaria y la consecuente crisis económica, «¿qué estamos haciendo de extraordinario? ¿No hacen esto también los paganos?» (Mt 5,47). A nosotros se nos pide algo más: «buscar gimiendo», como dijo Pascal, implorar, llamar a la puerta sin cansarnos hasta que un rayo de luz, un destello de cielo se abra para nosotros y nos permita andar en verdad.

Con este espíritu, retorno a la palabra del Nuevo Testamento: thlipsis, tribulación. Para empezar,  una  tribulación  no  es algo bueno,  no  es  una  gracia.    Sus sinónimos  son: angustia, persecución, hambre, desnudes, peligro (Rom 8,35). Hay una fuerza de muerte que actúa en todas las formas de tribulación y esta fuerza nos pone a prueba, nos empuja a la tentación situándose entre nosotros y Cristo, entre nuestra humanidad débil y herida y la fuerza de su vida resucitada. La sombra de muerte  que el poder de la tribulación  proyecta  sobre cada uno de nosotros es tal que oscurece la visión de aquel que está más allá. Nos mantendríamos separados de la luz y la vida si en esa misma sombra,  en esa misma muerte no hubiera un rastro,  una presencia de la vida.  La tribulación,  de hecho,          es siempre  para el   cristiano el lugar por el que Cristo pasó,  o más bien por el que Cristo sigue pasando             y nos conduce hacia la luz de la Pascua. Cuando decimos que hemos sido salvados, que creemos en la salvación, creemos concretamente esto: que el mal, la muerte, ya están definitivamente derrotados. Pero también decimos otra cosa, más difícil de aceptar y, sobre todo, de vivir y testificar, a saber, que el encuentro con la vida resucitada supone siempre atravesar el mal y la muerte. La tribulación sigue siendo lo que es: experiencia de dolor y angustia, de desconcierto y aflicción, pero a la fuerza que empuja  hacia  abajo, que aplasta y oprime,   se contrapone una fuerza que empuja hacia adelante y hacia arriba, atrayendo y levantando. Toda la fuerza negativa, humillante y aniquiladora de la tribulación consiste en la tentación de separarnos de Cristo. Y ciertamente cederíamos a esta tentación si la tribulación no fuera tributación del cuerpo de Cristo. Si no fuera herida de su cuerpo crucificado y resucitado, no nos salvaríamos ni podríamos salir victoriosos de la lucha; incluso si mañana, como por arte de magia, la pandemia se detuviera, incluso si todo volviera a comenzar mágicamente como si nada hubiera pasado, no estaríamos salvados.

En la thlipsis  hay un movimiento hacia adelante,     como si en un cierto momento la historia diera un salto, una aceleración hacia el futuro. Creo que uno de los elementos de consuelo en la tribulación (cfr. 2 Cor 1,4) es precisamente este: ser capaces de percibir la abreviación del tiempo, el acercarse del Reino. ¿Podemos escuchar, en el silencio de este tiempo de emergencia, ese «silbo del pastor» casi imperceptible y que, sin embargo, tiene la fuerza de llevarnos de regreso a él y a nosotros mismos en él (cfr_ Las Moradas, 4M 3,2)?

En este momento estamos confinados en casa, no tenemos libertad de movimiento. Es particularmente difícil no poder celebrar la Eucaristía con los fieles, escuchar confesiones, impartir la unción de los enfermos, celebrar el funeral de los muchos fallecidos, acompañar a las familias.     Si en las epidemias del pasado, religiosos y religiosas, sacerdotes y obispos estuvieron a la vanguardia, junto a los que sufrían, hoy esto no es posible. Estamos llamados a dar un paso atrás y dejar espacio a médicos, enfermeros y voluntarios, que son los verdaderos héroes de esta pandemia del Tercer Milenio. Ellos reciben aplausos, gratitud y admiración de la gente, como corresponde. ¿Debería esto preocuparnos? ¿La Iglesia pierde visibilidad y quizás incluso credibilidad? Hay quienes lo piensan y hablan de decadencia y de subordinación de la Iglesia a las autoridades civiles. Entiendo la amargura, entiendo la incomodidad, pero ¿por qué olvidamos constantemente que los caminos del Señor no son nuestros caminos y que sus pensamientos no son nuestros pensamientos? «Sin duda es una gracia muy grande recibir los sacramentos; pero cuando el buen Dios no lo permite, también está bien, todo es gracia» (Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 5.6.4). ¿Por qué seguimos pensando que la Iglesia debe imponerse en el mundo con la fuerza y la sabiduría da mundo? Si hoy se nos concede la oportunidad de vivir un tiempo de kénosis, un tiempo de escondimiento y de pérdida, ¿por qué rechazarlo? He recordado las palabras proféticas que el teólogo Joseph Ratzinger dijo hace cincuenta años en la radio sobre el futuro de la Iglesia:

De la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña. Tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. […]

Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella,   lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espirito que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un problema de estructura litúrgica. Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por un mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha.

Le resultara muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada,

Ratzinger dijo que esta transformación necesitará tiempo, y yo añadiría serán necesarias tribulaciones para ampliar nuestros puntos de vista y doblegar nuestra obstinación. Quizás forma parte también de este proceso la tribulación que hoy nos asedia y nos encierra, y frente a la cual nos sentimos totalmente Impotentes.

Las restricciones a la libertad de movimiento son el aspecto que más nos impacta porque nos obliga a cambiar radicalmente nuestras costumbres. Sin embargo, pensándolo bien, no es tanto el espacio lo que nos falta, especialmente a nosotros, frailes y monjas, que generalmente vivimos en grandes edificios, tal vez incluso con un gran jardín. Lo que nos falta es el tiempo. Ahora nos darnos cuenta precisamente porque tenemos demasiado. El tiempo que tenemos nos hace descubrir que no sabemos cómo vivir del tiempo y en el tiempo, que hemos perdido y, por lo tanto, debemos encontrar nuevamente, la dimensión del tiempo, Hoy abundan los runners, joggers, hikers, trekkers…., significativamente todos ellos términos de un idioma global, una koiné, que probablemente ni siquiera los anglófonos reconocen como su lengua materna. En cambio, escasean los viatores, los caminantes y los peregrinos en el tiempo. Los ojos del peregrino no están fijos en el camino, sino en la meta; el peregrino no se interesa por los kilómetros recorridos, sino por las que faltan para llegar al lugar hacia el cual todo su ser está orientado. Porque es por eso que está en camino, porque se siente atraído por algo que no está aquí, sino más allá, algo que no ve, pero que anhela.

La limitación de los desplazamientos  no impide en absoluto   este movimiento hacia el futuro, al contrario, podría promoverlo y estimularlo. Hoy nos damos cuenta de que para nosotros no movernos significa estar sentados en el presente como en una caja vacía y frágil, que para no ceder debe estar llena de cosas, de objetos concretos, sólidos y apropiables. Hemos olvidado el sentido de la espera, no resistimos el vacío y la tensión del deseo del que surge la espera. De hecho, esperar es propio de quienes aman, y no saber esperar significa, básicamente, no saber amar. Esperar llena no de objetos, sino del sujeto amado nuestro espacio vacío de él. Por esta razón, la espera es también el momento de recordar, de repasar la trama del tiempo para reconocer las huellas, los signos y las parábolas de quien ya vino y vendrá, o más bien ya está viniendo «para asegurarme su tesoro, mi tesoro». Sin memoria y sin espera, ¿qué quedaría de nosotros, pequeños humanos?

En espera del Resucitado, ¡feliz Pascua a Iodos!

Roma. 5 de abril de 2020

Saverio Cannistrá, OCD
Prepósito General

 

 

 

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